Chistiakov rechazó indignado el ofrecimiento, que había sido hecho de corazón.
—¡No eres un buen compañero!—le contestó Vanka, ofendido.
Y los demás estudiantes asintieron.
La desdeñosa indiferencia de Chistiakov por cuanto a ellos les inspiraba un interés colectivo no les permitía hacerse ilusiones respecto a su compañerismo. Cuando todos en el número 64 hablaban apasionadamente de cualquier cosa, desde el punto de vista estudiantil, importante o grave, él guardaba silencio, tamborileando, distraído, con los dedos sobre la mesa, y si la discusión se prolongaba demasiado, empezaba a bostezar y se iba a su cuarto a estudiar alemán.
—¡Yo no soy de aquí!—decía, en tono de broma.
Pero hasta cierto punto, aunque en broma, decía la verdad, una verdad ofensiva para los otros, que se daban cuenta de que no conocían a fondo a aquel hombre de pecho angosto que marchaba tan derecho a su objeto y les ocultaba la fuente de su energía y su decisión.
El que le miraba con peores ojos era Vanka Kostiurin. En verano, en el campo, llevaba botas altas a la rusa y casaca rusa. Todo lo ruso le encantaba: el vodka, la sidra, la sopa de coles con mucha grasa, los mujiks, a quienes imitaba hablando con voz ruda y usando expresiones vulgares. No comprendía el empeño de Chistiakov en irse al extranjero y le despreciaba, como despreciaba los guantes blancos, la sobriedad, las visitas mundanas y el calzado elegante. Le llamaba, despectivamente, «el aristócrata».