y agitando torpemente las gordezuelas piernecillas. Era el único cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, tan sin gracia como un caballo de circo obligado por los latigazos del domador a andar en dos patas. Norden palmoteaba llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiese resistir a la tentación, empezó él también a bailar. Bailando, me decía:
—¿Por qué no baila usted?
Luego se detuvo y me suplicó:
—¡Baile un poquito! ¡No nos niegue ese gusto! Si no sabe, miss Moll le enseñará.
Pero yo me negué en redondo.
Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó, jadeante:
—Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?
Desde aquella tarde, casi todos los días oí música en el piso alto, unas veces triste y otras, las más, alegre y no muy bien tocada; Norden, siempre que hacía un viaje a Petersburgo, traía nuevas piezas, la mayoría de ellas nuevos bailables encantadores que bailaba toda Europa. Iba muy a menudo a la capital, adonde le llamaban asuntos importantes; pero no solía estar allí mas que un día o dos.
¿A qué obedecía el aislamiento de su mujer? «Tal vez—pensaba yo—ese misterio y el de la gran tristeza que pesa sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio.» Pero todas mis tentativas