de asombro, y, contra todas las conveniencias—yo no he sabido nunca adaptarme a las conveniencias—, pregunté:
—¿Quién toca?
Norden me contestó, risueño:
—Es mi mujer. ¡Perdone usted; se me había olvidado ponerle en autos! Mi mujer no goza, la pobre, de buena salud, y no sale de su habitación. ¡Es inteligentísima! Toca el piano maravillosamente. ¡Fíjese, fíjese!
Pero la música era muy triste, y Norden se turbó.
—¡Toca maravillosamente!—repitió, golpeando con el cuchillo el borde del plato.
Y momentos después se levantó y echó a correr escaleras arriba.
No habrían pasado dos minutos cuando bajó, gritando con jubiloso acento:
—¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailéis un poco!
En efecto; a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era harto menos limpia, y Norden me explicó:
—Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador: lo baila este otoño toda Europa.
Y gritó, jocundo:
—¡Tanziren, meine kinder, tanziren! (¡Bailad, hijos míos, bailad!) ¡Y usted también, miss Moll!
Y los tres dóciles muñecos empezaron a perinolear; el más pequeño seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos