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—Sin dinero, mi capitán, mal puede uno emborracharse.

Nicolás Ivanich no quería enfadarse. Se encogió de hombros y le dijo a Kukuchkin que le llevase vodka y algo de comer y encendiese la chimenea.

—¿Qué es esto?—preguntó cuando el asistente, momentos después, colocó sobre la mesa, amén de la garrafa de vodka y una lata de sardinas, una taza muy charra, probablemente de su propiedad particular.

—Como no hay copa...

—¡Imbécil! ¿Por qué no le has pedido una a la casera?


Mientras el asistente, en cuclillas ante la chimenea, se veía y se deseaba para encender la leña húmeda de nieve, Nicolás Ivanich hacía una lista de bebidas y comestibles. Pensaba invitar a algunos amigos a celebrar con él la Nochebuena. De la importancia primordial que le daba, en sus proyectos de anfitrión, a las bebidas se inducía que no le dedicaba la fiesta al sexo débil. Las mujeres no le preocupaban. Las únicas a quienes trataba, las de sus compañeros de regimiento—con las que jugaba a veces al tresillo—, no eran, a sus ojos, mujeres.

Terminada la lista, se la alargó a Kukuchkin con cierto aire de satisfacción, como quien espera que le feliciten por su acierto; pero el otro se limitó a decir:

—¡A lá orden, mi capitán!

El capitán notó algo extraño en su acento y en su mirada, y de no considerarle un zote y creerle, por