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Y en las dos siguientes tampoco. Con una facilidad asombrosa, dadas las circunstancias, recobré casi por completo la tranquilidad, y comencé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme apenas del desconocido.

El sábado, después de comer—no obligado, como de costumbre, a quedarme de sobremesa con Norden, que se había marchado otra vez a Petersburgo—, subí a la biblioteca y me puse a estudiar historia del Arte—ciencia en la que estaba atrasadísimo—en unos álbumes soberbios. El tiempo se me pasó sin sentir, y cuando miré al reloj de la estancia, que no daba horas, vi que eran ya las once y cuarto. Como yo acostumbraba a acostarme a las once, me levanté presuroso. Al coger mi cuaderno de apuntes dirigí una mirada indiferente a la ventana. Tras los cristales, la barbilla como a medio palmo de altura sobre el antepecho, estaba «él». Mi sorpresa fué tan grande, que el cuaderno se me cayó al suelo. «Tal vez—pensé, agachándome para recogerlo—cuando levante la cabeza no esté ahí ese hombre.» Pero mi esperanza no se realizó.

La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo, nada terrible, afeitado, de facciones grandes y correctas. El desconocido representaba unos treinta y cinco años. Lo único que no pude verle fueron los ojos, a pesar de que también los iluminaba la luz de la lámpara; diríase que me los ocultaba su propia mirada, fija en mí: una mirada inmóvil, dura—casi en el sentido táctil de esta palabra—, una mirada horrible.