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No sé hasta cuándo hubiera seguido mirándome si, ofendido por su insolencia, no hubiera yo dado uno o dos pasos hacia la ventana, gritando:

—¡Sinvergüenza!

Lentamente volvió la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la noche.

Yo lancé una carcajada y empecé a pasearme, excitado, nervioso, a través de la estancia.

—¿Habráse visto sinvergüenza?—murmuraba.

Y cuando, en el colmo de la indignación, me disponía, a pesar de lo tarde que era, a despertar a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé, sintiendo de pronto trocarse mi cólera en pasmo, que la biblioteca estaba en el segundo piso.

Aquella noche sabática fué para mí el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objeto trataba en vano de explicarme. El desconocido siguió durante algunos días presentándoseme sólo de noche; luego comenzó a presentárseme al anochecer o, mejor dicho, a partir del anochecer, pues no se contentaba ya con una visita diaria.

Si podían llamarse visitas aquellas apariciones súbitas, tan pronto detrás de los cristales de una ventana como de los de otra. Recuerdo que una vez, para librarme de su presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa, y vi que había andado más de prisa que yo y estaba esperándome ante la ventana.

Nadie en la casa daba muestras de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, fría y triste, sólo turbado su sombrío y hondo silen-

El misterio
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