ción. Desde el día siguiente animaron la casa, mientras se amontonaban sobre mi alma densas tinieblas, una agitación que quería ser alegre, una actividad ruidosa e inútil, bromas insulsas, carcajadas que sonaban como la tela de una túnica al rasgarla las manos de un desesperado.
Se llevó al salón un pino enorme, cuya copa se iluminó con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaba el olor funerario de la cera. Yo, miss Moll y los niños colgábamos en las ramas con hilos de plata, subiéndonos en una escalera sostenida por el propio Norden, los regalos. Luego se cumplía una serie de complicados ritos y se bailaba y se cantaba al son de músicas jocundas, que tocaba, en el piso alto, la pianista invisible.
Y he aquí lo que pasó por la noche el día de mi conversación con Norden. Aquella conversación, o más bien mi propia tontería, me indignó tanto, que resolví salir en seguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Anotadas, después de comer, en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tal, que las horas me parecían siglos y sentía impulsos de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando «sentí» su silenciosa y sombría presencia.
Salté de la cama; me acerqué, rápido, a la ventana, y descorrí el store: en efecto, allí estaba. Mis ojos se clavaron, coléricos, en su obscuro busto de anchos hombros y cabeza exigua, le amenacé con la mano y me dirigí a la puerta. El también volvió la espalda.