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Muy de prisa, aunque de puntillas y a tientas, atravesé algunas habitaciones obscuras, y el olor a pieles me indicó que había llegado al vestíbulo. Me acerqué a la puerta del jardín, busqué a la luz de una cerilla, que se apagó en seguida, el cerrojo, y con no poco trabajo, pues el hierro estaba tan frío que quemaba, abrí de par en par. Salí. El desconocido estaba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.

No sé cuánto tiempo estuvimos frente a frente, separados por uno o dos pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, atravesé el umbral y, sin apresurarme—pues no sé por qué consideraba muy del caso una extremada cortesía—, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que «él» tiraba, con mano suave, del tirador; pero no me atrevo a asegurarlo.


VI


A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté todavía cuerdo. Aquella mañana estaba yo en extremo tranquilo, y mi cerebro trabajaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y moral. Para que nada turbase mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar a los niños y al aya a decorar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.

Yo había leído y les había oído decir a hombres de seso y de experiencia que las personas abrumadas por