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prometía no despegar los labios en lo que le restaba de vida para nada que ni por asomo pudiera parecer subversivo. Las autoridades se burlaban de él como nosotros, y le llamaban Marranillo:

—¡Eh, Marranillo!—le gritaban.

El acudía, dócil, creyendo que iban a notificarle su indulto; pero le acogían siempre con una carcajada burlona. Aunque sabían, como nosotros, que era inocente, le trataban a la baqueta, a fin de inspiramos temor a los demás marranillos, que, en verdad, no necesitábamos ver pelar las barbas del vecino para echar a remojar las nuestras.

El pobre, huyendo de la soledad, iba a menudo a vernos; pero le poníamos cara de pocos amigos. Y cuando, tratando de romper el hielo, nos llamaba «queridos compañeros», le decíamos:

—¡Cuidado, que pueden oírte!

Y el miserable Marranillo miraba, temeroso, a la puerta. No podíamos permanecer serios. A pesar de que habíamos perdido hacía mucho tiempo la costumbre de reír, soltábamos la carcajada. Esto le animaba, y el cuitado se sentaba más cerca de nosotros y empezaba a hablarnos, llorando, de sus libros predilectos, abandonados sobre la mesa allá en la ciudad natal; de su mamá, de sus hermanos, que no sabía si aun vivían o se habían muerto de miedo y de tristeza.

Teníamos que echarle.

Cuando declaramos la huelga del hambre se llenó de terror, de un terror tragicómico indescriptible. ¡Era tan comilón el pobre Marranillo!... Además, temía rebelarse contra las autoridades. Sin embargo,