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Página:Leonidas Andreiev - El misterio y otros cuentos.djvu/59

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no se atrevía a desacatar el acuerdo de los compañeros.

—¿Durará mucho la huelga?—me preguntó con timidez, secándose el sudor de la frente.

—¡Sí, mucho!

—¿Y no pensáis comer algo a escondidas?

—Sí—contesté, muy serio—; nuestras mamás nos enviarán pastelillos.

El pobre hombre me miró receloso, sacudió la cabeza, suspiró y se fué.

Al día siguiente nos dijo, verde como un loro, de miedo:

—Queridos compañeros: ¡me adhiero a la huelga!

—¡No te necesitamos!—le gritamos todos a una.

Pero él persistió en su actitud y comenzó, con nosotros, la huelga del hambre. Estábamos seguros—lo mismo que las autoridades—de que comía a escondidas. Y cuando, al terminar la huelga, cayó enfermo de tifus, nos encogimos de hombros.

—¡Pobre Marranillo!

Uno de nosotros—el que no se reía nunca—dijo gravemente:

—Es nuestro compañero; vamos a verle.

Fuimos a verle. Estaba delirando. Lo que decía en su delirio era incoherente y lastimoso, como su vida. Hablaba de sus amados libros, de su mamá y de sus hermanos; hacía protestas de inocencia; pedía perdón y pastelillos. Y de cuando en cuando suspiraba:

—¡Francia, patria mía, patria adorada!


Todos asistimos a su muerte, en el hospital. Mo-