Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.
Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.
¿Estaba yo inmóvil, en efecto?... No; seguía andando lentamente... Pero no era ya por la celda, sino por la calle Tverskaya, de Moscú, en dirección a los grandes bulevares. Era una hermosa tarde de invierno; hacía un sol espléndido; todo era en la calle animación, ruido de coches. Consulté mi reloj: sus agujas marcaban las tres y media. «A esta hora—pensé—en Petersburgo empieza a obscurecer...» Sentí una inquietud súbita. Había llegado por la mañana a Moscú con María Nicolayevna, llevado por asuntos políticos, y nos habíamos inscripto en el Registro del hotel como marido y mujer. Ella se había quedado sola en el hotel. Aunque yo le había dicho que cerrase la puerta con llave y no dejara entrar a nadie, me asaltó el temor de que alguien le tendiera un lazo. ¡No había tiempo que perder!
Tomé un coche de punto. Llegué, subí a toda prisa la escalera y me encontré, al fin, ante la puerta de