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—Se han ido en un coche de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, en ése que llega ahora!

Estábamos a la puerta del hotel. El portero llamó al cochero.

—¿Adónde has llevado a esos señores?

—No recuerdo el nombre de la calle... Es una calle muy extraviada, donde yo no había estado nunca. El caballero me ha guiado...

—Pero no te sería difícil—insistió el portero—encontrarla. No eres novato en el oficio.

—La encontraría, ¡claro!; pero está tan cansado el caballo...

—Te daré buena propina—dije, para animar al automedonte.

Logré convencerle. El portero me abrió la portezuela y subí al carruaje.

Iba muy contento; dentro de media hora, de una hora todo lo más, estaría en la casa adonde el misterioso caballero del gorro de pieles había llevado a María Nicolayevna. Reinaba en las calles gran animación. No habían encendido aún los faroles; pero las tiendas estaban ya iluminadas. El tránsito rodado era tan compacto, que de vez en cuando el carruaje tenía que detenerse y sentía yo en la nuca el cálido aliento de los caballos del carruaje posterior.

De pronto me acordé de que era Nochebuena. ¿Cómo se me había olvidado...? En la plaza del Teatro se alzaba, en medio de la nieve, todo un bosquecillo de pinos jóvenes, de un verdor y de una fragancia deliciosos. Hombres envueltos en abrigos de pieles y olientes también a campo, a selva, se paseaban alrededor.