llegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»
La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.
He aquí el sueño: se despertaba, al amanecer, en una habitación obscura, donde estaba solo, sin su mujer; pero que parecía, no obstante, su alcoba conyugal. Se despertaba triste, abatido, como si despertase de una pesadilla. Se levantaba y pasaba a la habitación inmediata, donde había un postigo abierto y entraba la luz sonrosada del sol naciente. «¡Qué bien se está aquí!—se decía—¡Aun no se ha levantado nadie!» Luego, de pronto, se acordaba de que había en la casa otras habitaciones mucho más hermosas, en las que no había estado hacía mucho tiempo y que había olvidado casi por completo. Abría, muy alegre, una puerta blanca muy alta, y avanzaba, descalzo, sin ruido, a lo largo de las hermosas