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estancias. Eran muchas, grandes y majestuosas, como los salones de un palacio. Las llenaba la luz suave, pura y sonrosada del orto solar. «¡Qué bien se está aquí! ¿Cómo habré podido olvidar estas habitaciones?», pensaba. Y seguía avanzando, sumergiéndose en la calma solemne de nuevos salones magníficos, luminosos, plácidos... Deteníase ante una gran puerta cerrada, tras la que se oía canturrear. Miraba cautelosamente por el ojo de la cerradura y veía que quienes canturreaban era dos pintores decoradores, sentados en el suelo.

En este momento—como siempre—se despertó. Durante cerca de un minuto, una dulce y honda emoción le impidió darse cuenta exacta de dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad.

A pesar de que los postigos estaban cerrados, una luz deslumbrante hería sus ojos. Apartó un poco la cabeza y vió que un rayo de sol, recto y agudo, penetrando por un agujero del postigo, ponía en la almohada una mancha dorada y redonda y sonrosaba la obscuridad del aposento. Luego vió a su lado una cabellera negra y un brazo desnudo, oyó una suave respiración y las nieblas azules del ensueño acabaron de disiparse en su cerebro: aquel día debía efectuar una nueva ascensión en aeroplano; la mujer que respiraba suavemente a su lado era su amada esposa; el sol estival se elevaba ya sobre el horizonte, inundando la tierra de cálida luz.

Yury Mijailovich no sentía el ligero miedo que siempre había sentido, ocultándolo en lo más hondo de su corazón, al aproximarse la hora del vuelo, sino una