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alegría desbordante, como si una felicidad inmensa, extraordinaria, le aguardase. «¡Hoy volaré!», se dijo, por primera vez en su vida, con toda la pureza del entusiasmo, pensando sin temor alguno en los magnos espacios celestes, cuyo presentimiento otras veces le había turbado el sueño.

A no ser por el rayo de sol, hubiera dormido aún una hora u hora y media; pero ya no le era posible dormir ni seguir en aquel aposento obscuro, respirando aquella atmósfera pesada. Se bajó de la cama, procurando no hacer el menor ruido y sin mirar siquiera a su mujer, temeroso de despertarla con la mirada, y se vistió. Su mujer, que no había podido conciliar el sueño hasta muy tarde—a causa de la tempestad y de la inquietud que atormentaba su amante corazón de esposa—, dormía profundamente.

Yury Mijailovich cogió unos cuantos cigarrillos y salió de la alcoba. En las demás habitaciones, la suave luz matutina acababa de disipar las sombras de la noche.

El asistente, aun medio dormido, hacía en la cocina astillas para hervir agua en el samovar, y sus bruscos movimientos despavilaban y ahuyentaban a las moscas.

El patio, el jardín y la calle, sombreada por dos filas de chopos, estaban desiertos. Aunque cantaban los pájaros y un gato atravesaba el patio, huyendo de la sombra húmeda y fría de una tapia, diríase que el Sol era el único ser a la sazón despierto en el mundo. Las caricias de sus áureos rayos se le antojaban al oficial dulces como las de una madre y suscitaban en