su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.
—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).
—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!
Norden se echó a reír.
—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.
—¡Ya lo creo!
Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:
—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.
Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.
El anticipo de veinte rublos me lo hizo motu proprio, y se negó en redondo a aceptar un recibo. No me pidió mi pasaporte, ni siquiera me preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero estaba yo tan abatido a causa de mi expulsión de la Universidad, tenía tan vacío el estómago y los calcetines tan mojados, que me sorprendió sobremanera el inspirarla y acreció mi satisfacción.
Sin embargo, a los pocos días de habitar en casa de Norden no lo veía ya todo tan de color de rosa: me había acostumbrado al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que me alejaba de la vida de Petersburgo, del hambre,