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de la horrible lucha por la existencia, mis ojos iban percibiendo en cuanto me rodeaba matices extraños y nada alegres. Al enumerarles, en mis cartas, a mis compañeros las excelencias de mi nueva vida, no sentía, en verdad, alegría alguna.

Al principio, mi percepción de aquellos matices sombríos y misteriosos fué muy vaga, casi inconsciente. No había, a primera vista, en el mundo morada más alegre ni familia más regocijada que las de Norden, y hasta que llevaba algún tiempo viviendo en tal morada y conviviendo con tal familia no empecé a adivinar que pesaban sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.

La casa, rodeada de un jardín, estaba situada a la orilla del mar. Era de dos pisos, grande y lujosa; a mí, miserable estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida, como si fuera un personaje o un amigo íntimo. El jardín era magnífico; a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante—piedras, arena y pinos—; a pesar de las nieblas matinales y del frío viento del mar, lo poblaban soberbios árboles, tilos, abetos azules, nogales, castaños, y lo embellecían numerosos rosales y jazmineros; entre los arbustos y los árboles—que no sé por qué se me antojaba que siempre tenían frío—crecía una hermosa hierba verde. Cuantos lo veían, a través de la verja, lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario. Norden estaba orgulloso de él. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero había algo en lo excesivamente aislado, en lo como desamparado de los árboles sobre el