II
Un imprudente levantó el velo. Con una palabra inoportuna, un imprudente rompió el dulce encanto y descubrió la verdad desnuda. Aun no se habría acabado de formular su pensamiento en su cerebro, cuando, sonriente, preguntaron sus labios:
—Lázaro: ¿por qué no nos cuentas algo del otro mundo?
Todos, al oír la pregunta, enmudecieron de estupor, como si no se hubieran dado cuenta hasta entonces de que Lázaro había estado muerto tres días; le miraron con ansiedad, esperando su respuesta. Pero Lázaro guardó silencio.
—¿No quieres contarnos nada? ¿Tan terribles son tus recuerdos?—insistió, asombrado, el imprudente.
Sus palabras seguían adelantándose a su pensamiento; de lo contrario, no hubieran hecho esta pregunta, que llenó su propio corazón, escapada apenas de su boca, de un terror espantoso. Honda inquietud se apoderó de todos los convidados, y se esperó angustiosamente la respuesta de Lázaro; pero él siguió guardando un silencio frío y tétrico. Y entonces—sí, entonces—advirtieron sus deudos y amigos el color azulado de su rostro y la repugnante obesidad de su cuerpo; su mano violácea yacía sobre la mesa, como olvidada; de un modo instintivo, todas las miradas convergieron en ella, como si de ella hubiera de brotar la respuesta.
Los músicos seguían tocando; pero el silencio no