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Ila época. Aquella vida, llena de penalidades, de peligros y de luchas sangrientas con los piratas del Misisipí y con los indios, que tan numerosos eran en Luisiana, Arkansas y Tennessee, fortaleció mi salud, dió vigoroso temple a mis nervios, ya de natural poco comunes, y me permitió adquirir un tan acabado conocimiento de la estepa, que sabía yo leer en aquel gran libro tan bien como cualquier guerrero rojo. Merced a tal conocimiento, una caravana de emigrantes de aquellas que casi diariamente salían de Boston, Nueva York, Filadelfia y otras ciudades orientales en dirección a California, atraídas por las minas de oro recientemente descubiertas, me propuso que la acompañara en calidad de guía explorador, o, como decimos nosotros, de capitán.

Las maravillas que se contaban de California habían despertado en mí, hacía ya mucho tiempo, el deseo de visitar aquel remoto Occidente, y, acicateado por este deseo, acepté la proposición de la caravana, por más que no se me ocultasen los peligros de la empresa. Hoy día, la distancia que hay entre Nueva York y San Francisco se salva en una semana de ferrocarril, y el verdadero desierto sólo empieza en Omak; pero en aquel tiempo era muy distinto. Las ciudades, villas y pueblos que, innumerables cual amapolas en campo de trigo, se extienden entre Nueva York y Chicago no existían aún, y la misma Chicago, surgida más tarde como una seta después de la lluvia, era tan sólo una mísera e ignota pesquería que ni siquiera