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Cuando aquella misma noche hubo desaparecido el Sol más allá del istmo y, después de un día esplendoroso, llegaron sin crepúsculo las tinieblas, el nuevo torrero debía de estar ya en su puesto, porque el faro lanzaba sus fulgores, como de costumbre, sobre el mar.

Era la noche aquella apacible y silenciosa, una verdadera noche tropical, impregnada de clara neblina, que formaba alrededor de la Luna, a modo de un arco iris, un gran anillo, cuyos bordes se desvanecían en matices esfumados. Sólo el mar se agitaba inquieto, porque era la hora en que se hinchaba el oleaje. Skawinski estaba apoyado en la baranda, junto al gigantesco foco de luz, y visto desde abajo semejaba un diminuto punto negro.

Quería recoger y coordinar sus pensamientos y darse cuenta de su nueva situación; pero se hallaba todavía demasiado bajo la conmoción de las recientes impresiones para pensar con calma. Sentíase como una fiera perseguida que ha encontrado finalmente un refugio, fuera del alcance de sus perseguidores, en un peñasco inaccesible o en una cueva. Para él también había sonado por fin la hora de la paz. Una sensación de seguridad le llenaba el alma de voluptuosidad ilimitada; desde aquella torre podía muy bien burlarse de su pasado, de su vida trashumante, de sus desventuras, de sus decepciones de otros tiempos. Asemejábase a una barca a la que el viento ha tronchado los palos y destrozado las velas, precipitándola desde alturas vertiginosas hasta los abismos del mar,