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las olas, como si también ellas se sintieran cansadas, y descendía entonces sobre el mar y sobre el faro un profundo silencio. La amarillenta arena, que las olas dejaban al descubierto, resplandecía igual que oro en la superficie de las aguas; dibujábase la torre, clara y destacada en el fondo azul, y los rayos del Sol bajaban a torrentes sobre el agua, sobre los bancos de arena, sobre los peñascos de la costa.

El viejo Skawinski sentíase dominado también por una voluptuosa sensación de agotamiento; la tranquilidad a la cual podía abandonarse ahora por completo era para él, en verdad, una cosa deliciosa, y la idea de que aquel sosiego iba a ser desde aquel día definitivo y duradero cumplía y colmaba todos sus deseos y aspiraciones. Y entregóse en cuerpo y alma a aquel sentimiento de felicidad.

Y como es ley de la vida que el hombre se acostumbre muy pronto a una situación mejor, recobró a no tardar la confianza perdida y la fe en el porvenir. Y pensaba el anciano que si fabrican los hombres asilos para sus inválidos, ¿por qué no había de preparar el Dios de misericordia un refugio duradero para él? Y el tiempo le afirmó en aquella convicción.

Entretanto, el viejo se había familiarizado con la torre, la linterna, los peñascos, los bancos de arena y la soledad; había trabado amistad con las gaviotas, que hacían su nido en los escollos y que de noche tenían sus reuniones sobre el tejado del faro. Solía echarles los restos de su comida, y al

Liliana
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