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galería, contemplando la inmensidad del mar; espectáculo de que jamás se cansaba.

Veíanse de ordinario en el infinito horizonte azul una multitud de velas desplegadas que brillaban de tal modo bajo los rayos del Sol, que los ojos quedaban deslumbrados. A veces las barcas, aprovechando los monzones, ringlaban una tras otra en línea recta, cual ringlera de gaviotas o de albatros, por un paso marcado con toneles rojos que dulcemente se mecían sobre las olas. Y hacia el mediodía podía columbrarse entre las velas una parda columna de humo: era el vapor de Nueva York que conducía a Aspinwal a los pasajeros y toda clase de mercancías, dejando tras de sí una larga y blanquísima estela espumosa.

Del otro lado de la galería podía Skawinski divisar distintamente, como si la tuviese en la mano, la ciudad de Aspinwal, con su animado puerto, en el que los palos de los grandes y pequeños buques formaban como un bosque, y, un poco separadas, las blancas casas y sus pequeñas torres.

Vistos desde la altura del faro, parecían aquellos edificios nidos de gaviotas, y aquellos barcos, escarabajos, y movíanse los hombres cual si fueran puntos negros por el adoquinado. Por las mañanas, la suave brisa de Oriente hacía llegar hasta arriba el rumor del tráfico ciudadano, en el que más nítidamente se distinguía el silbido de los vapores.

Después del mediodía, llegada la hora de la siesta, cesaba el movimiento del puerto, ocultábanse las gaviotas en las hendeduras de las rocas, alisábanse