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de marabúes y de cotorras, que de vez en cuando se subían, cual nube multicolor, a las copas de los árboles. Ya conocía Skawinski aquellos bosques, porque, después de su naufragio en el Amazonas, había errado semanas enteras por grutas y espesuras semejantes, y sabía muy bien los peligros que se ocultan bajo su risueño aspecto.

¡Cuántas veces había oído junto a él, durante la noche, la voz sepulcral de la hiena y el aullido del jaguar! ¡Cuántas veces había visto gigantescas serpientes balancearse, cual trenzas de hierbas trepadoras, en las ramas de los árboles! Estaba familiarizado ya con aquellos estanques encantados, en cuyo fondo se agitan caimanes y cocodrilos; sabía en medio de qué asechanzas vive el hombre en aquellas intrincadas espesuras, donde los mosquitos y los cínifes, ávidos de sangre; las sanguijuelas y las arañas venenosas viven a millones.

Todo lo había aprendido a expensas suyas, todo lo había probado a costa de sufrimientos, y por esto era para él un delicioso placer contemplar desde lo alto aquellos «matos» y admirar su belleza, lejos de sus peligros y traiciones. La torre le protegía de todo mal.

Por eso raras veces la dejaba. El domingo por la mañana solía bajar a la ciudad. Poníase entonces su uniforme de torrero, que era azul marino con botones plateados; adornábase el pecho con sus condecoraciones, y levantaba la cabeza, cubierta de nieve, con cierto orgullo, cuando al salir de la iglesia oía decir a los criollos: