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—Tenemos un buen torrero, y por más que sea yanqui, no por esto es un ateo.

Inmediatamente después de la misa regresaba a su islote; sentíase feliz al entrar en él, porque todavía no había podido recobrar su confianza en la tierra firme.

Los domingos Skawinski leía un periódico español, que solía comprar en la ciudad, y el Heraldo de Nueva York, que míster Folcombridge le prestaba; y en aquellas publicaciones buscaba con avidez noticias de Europa. ¡Pobre viejo corazón que allí, encima de aquel faro, en el otro hemisferio, latía siempre por la patria!... A veces bajaba de la torre cuando la barca le desembarcaba las provisiones, y echaba unos párrafos con John, el guardián del puerto.

Pero, a pesar de todo, empezó a volverse jíbaro; interrumpió sus idas a la ciudad, dejó de leer los periódicos, cesó de conversar de política con John, y así transcurrieron unas semanas, durante las cuales no vió a nadie y de nadie fué visto. La única prueba de que el viejo torrero seguía vivo estaba en que la comida desaparecía de la roca donde la colocaban y que la luz del faro lanzaba cada noche sus destellos con la misma regularidad con que en estas regiones sale el Sol cada mañana de lo profundo del mar.

El mundo llegó a serle completamente indiferente, y no a causa de la nostalgia, pues hasta este sentimiento habíase trocado en él en resignación, sino porque el islote constituía todo su mundo; y