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y a llorar; pero de tan lastimero modo, que decían las comadres: —¡Es cosa de reírse; maúlla como un gatito!

Mandaron por un cura. Fué, hizo cuanto el caso requería, y luego se marchó.

La paciente fué mejorando, y al cabo de una semana ya pudo reanudar su trabajo. El chiquitín maullaba todavía; pero, al fin y al cabo, maullaba..., y así, maullando, llegó a los cuatro años, en cuya edad, cual si se viera libre de embrujamiento, empezó a crecer, aunque míseramente, muy poco a poco, hasta alcanzar el décimo año de su menguada y ruin existencia.

Era un chicuelo tostado por el sol, con la panza abultada y las mejillas enjutas. Los cabellos, de estopa, casi blancos, le caían por delante de los ojos; unos ojos claros y desencajados que parecían mirar en el vacío.

En invierno se escondía detrás de la estufa apagada, y allí se quedaba llorando de frío y de hambre cuando la madre no tenía qué echar en el puchero. En verano iba por esos mundos de Dios con una camisa ceñida con un cintajo y un desvencijado sombrero de paja, por debajo del cual miraba, levantando la cabeza como un pajarillo.

La madre, pobre asistenta que vivía día por día, como una golondrina bajo tejado ajeno, le quería quizá... a su manera; pero con frecuencia le zurraba. A los ocho años, Yanco ayudaba ya a los pastores, y cuando en casa no había ni un mendrugo, íbase al bosque a buscar setas. ¿Cómo