fué que no le devoraron los lobos? Sólo Dios lo sabe.
Era un muchacho pusilánime que, según costumbre de todos los rapazuelos campesinos, se chupaba el dedo cuando oía hablar a los demás.
Nadie creía que llegase a grande, y aun menos que su madre pudiese hacer de él algo de provecho, porque, en realidad, no servía para nada.
Cómo fué no se sabe; pero por una cosa sentís una irresistible inclinación: por la música. Por todas partes oía música, y, ya mayorcito, sólo en la música pensaba, siempre en la música.
Si lo mandaban al bosque con las ovejas o con un cestito para recoger bellotas, volvía a casa con el cesto vacío y exclamaba: —¡Madre mía, y cómo cantaba todo en el bosque! ¡Uy! ¡Uy!...
Y la madre le interrumpía: —¡Aguarda, aguarda; soy yo quien te va a cantar una cosa!—y le cantaba cierta canción sobre las costillas.
Chillaba el infeliz; prometía no hablar más de música: pero ni por un momento dejaba de pensar en los sonidos y armonías que en el bosque oía.
Pero ¿qué es lo que oía?... ¿Lo sabía él acaso?...
¡Los pinos, los abetos, los brezos, las encinas, los pájaros; todo, todo cantaba en el bosque; el bosque entero cantaba!... ¡Hasta el eco!... En los prados cada hierba cantaba también, y en el huerto los gorriones piaban tan recio, que al oírles temblaban las cerezas. Al anochecer poníase a escu-