como en el agua. Mostrábale yo a Liliana aquel mundo completamente nuevo para ella, y al verla entusiasmarse con todas sus bellezas, me sentía orgulloso de que aquel mundo mío le gustase.
Reinaba por todas partes la primavera. Abril corría apenas hacia su término; era la época del lozano retoñar de la Naturaleza entera, y todo cuanto debía brotar en la estepa había brotado ya.
Durante la noche surgían de la estepa embriagadores perfumes como de millares y millares de incensarios, y de día, cuando soplaba el viento meciendo la florida alfombra, casi sufrían los ojos bajo el fulgor del rojo, del azul, del amarillo y de otros mil colores. De la llanura surgían hacia el cielo gráciles tallos de flores amarillas, parecidas a nuestro verbasco; en redor suyo se ceñían los hilos argentados de la plantita llamada tears (lágrimas), y cuyos racimos, formados de diáfanas esferitas, aseméjanse realmente a las lágrimas.
Mis ojos, acostumbrados a leer en la estepa, descubrían de vez en cuando plantas y flores conocidas: las grandes hojas de calumen, que curan las heridas; las sensitivas blancas y rojas, que cierran los cálices al acercarse un animal o un ser humano; las segures indias, cuyo olor hace caer de sueño y priva casi de todos los sentidos. Y enseñábale a Liliana a leer en aquel libro de Dios, diciéndole: — Como habrás de vivir, amada mía, entre bosques y estepas, bueno es que ya empieces a conocerlos.
En algunos sitios de la llanura erigíanse, a ma-