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nera de oasis, grupos de algodoneros y pinabetes epíceas, tan ceñidos de vides silvestres y de enredaderas, que apenas si los podía reconocer bajo la espesura de las hebras y de las hojas. Por encima de las enredaderas retorcíanse las yedras, los alboholes y una especie de arbusto espinoso llamado wachtia, muy parecido a la rosa silvestre; por todos lados bajaban verdaderas cascadas de flores, y bajo aquellas bóvedas de verdor, y al través de aquel tupido velo de follaje, difundíase un misterioso clarobscuro. Debajo de los troncos dormitaban grandes charcas de agua primaveral que no acertaba el sol a beber, y desde lo alto de las copas, y por entre la espesura de las flores, llegaban voces extrañas y gorjeos de pájaros. Cuando le mostré por primera vez a Liliana aquellos árboles y aquellas cascadas de flores quedóse inmóvil, llena de asombro, y, juntando las manos, no cesaba de exclamar: —¡Ralf!, ¿pero es verdad todo eso?

No se atrevía ella a penetrar en el interior de aquellas bóvedas; pero una tarde, sin embargo, en que el calor era bochornoso y corría por la estepa el cálido soplo del viento de Texas, entramos los dos acompañados de Katty. Una frescura, una penumbra, algo solemne como en una catedral gótica, y al propio tiempo un misterioso pavor, reinaba allí dentro. La luz del día penetraba en aquel recinto tamizada por las hojas, de un verde diáfano; un pajarillo oculto bajo un haz de enredadera chilló: «¡No, no, no!, cual si nos prohi-