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tirla también Liliana; pero a mí el resplandor del día me llenaba de júbilo, mientras que a ella la superabundancia de áurea luz y el recuerdo de los extáticos besos, cuyas huellas eran todavía visibles en su semblante, llenábanla de confusión y de tristeza.

—¿Lo has tomado a mal quizá, Ralf?—me preguntó de improviso.

—¿Cómo es posible que pienses eso, amada mía?

¡Que el Señor me abandone si, fuera de un honrado y profundo amor, guarda mi pecho otro sentimiento por ti!

—¡Todo ha sido porque te quiero tanto!—exclamó, temblándole los finísimos labios.

Y prorrumpió en un llanto silencioso. Vanos fueron mis esfuerzos para tranquilizarla, pues en todo el día estuvo triste y taciturna.

IV

Finalmente llegamos al Misurí. Los indios escogían de ordinario el momento de vadear este río para asaltar las caravanas, porque resultaba muy difícil en tal trance la defensa, ya que, hallándose una parte de los carros dentro del río y la otra en la ribera, y arreando a las bestias para entrar y salir del agua, se produce una enorme confusión.

Ya antes de llegar al río, hacía dos días, habíame dado cuenta de que unas bandas de indios nos seguían; pero había tomado mis medidas de pru-

Liliana
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