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biera pasar adelante. Púsose Katty a temblar, arrimándose a los caballos, mientras Liliana y yo nos mirábamos uno a otro. Por vez primera se juntaron nuestros labios, sin poderlos desunir.

Bebía ella mi alma, yo la suya, y ya nos faltaba a ambos el aliento, y, sin embargo, no se separaban nuestras bocas. Cubriéronse sus pupilas de niebla, y las manos, que apoyaba sobre mis brazos, pusiéronse a temblar como en la fiebre; un olvido de todo su ser la venció de tal suerte que, desfallecida y exánime, dejó caer su cabeza sobre mi pecho. Nos embriagaban a ambos la felicidad que de uno a otro se transfundía y la emoción que enajenaba nuestros ánimos. Inmóvil, con el alma rebosante del éxtasis, y sintiendo un amor cien veces más grande que lo que es posible expresar o imaginar, alcé los ojos a lo alto, buscando entre el follaje por dónde poder contemplar el cielo.

Cuando despertamos de nuestro éxtasis salimos de la verde espesura a la landa despejada, donde nos vimos rodeados de vivísima luz, de aire caliente y del acostumbrado, amplio y risueño espectáculo de la estepa.

En unos montoncitos de tierra agujereados, formando como una red, veíase todo un ejército de ardillas de tierra que, apenas nos aproximamos, desaparecieron en sus escondrijos. Ante nosotros divisábase el tabor y los jinetes que corrían en torno a los carros.

Parecíame salir de una cámara obscura, a un mundo deslumbrante, y esa impresión debía sen-