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plumas y los rostros pintados de negro y rojo; colores que simbolizaban los propósitos belicosos de que estaban animados.

Neguéme en absoluto a acceder a sus exigencias, y, pasando de mi actitud defensiva a una actitud ya algo agresiva, declaré solemnemente que si faltaba en el tabor uno solo de nuestros mulos, yo mismo iría al encuentro de sus quinientos guerreros y esparciría sus huesos por todos los ámbitos de la estepa. Partieron reprimiendo a duras penas la rabia y haciendo volar las hachas por encima de sus cabezas, en señal de guerra. Grabadas profundamente en la memoria debían de quedarles aquellas palabras mías, sin embargo; y cuando, en el momento de partir, doscientos hombres de los nuestros, preparados de antemano, se alzaron de improviso en ademán amenazador, haciendo ruido con las armas y lanzando gritos de guerra, bien clara se vió la profunda impresión que todo ello causó en el ánimo de aquellos guerreros salvajes.

Unas horas después, Henry Simpson, que por propia iniciativa había ido siguiendo a la embajada para espiarla, regresó todo jadeante con la noticia de que un importante destacamento indio se acercaba a nosotros. En toda la caravana era yo el único que conocía a fondo las costumbres indias, y, por consiguiente, estaba convencidísimo de que era aquélla una amenaza vana, porque no eran los indios en número suficiente para exponerse con sus arcos de madera de hickory al fuego de nuestros fusiles de Kentucky, de largo alcance.