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Así se lo decía a Liliana mil y mil veces para tranquilizarla; pero la pobrecilla temblaba como una hoja, temiendo por mí; en cuanto a mis hombres, creían todos que íbamos a tener necesariamente un encuentro con los indígenas; lo que los más jóvenes y con mayor espíritu guerrero ardientemente deseaban.

Al cabo de pocos instantes oímos los aullidos de los pieles rojas; pero se mantuvieron a una distancia de algunos tiros de fusil, como si aguardasen un momento oportuno.

Toda la noche ardieron en nuestro campamento grandes hogueras, alimentadas con troncos de algodonero y haces de sauces del Misurí. Los hombres custodiaban los carros; las mujeres, llenas de pavor, entonaban salmos; los mulos, no ya en el recinto de los vivaques nocturnos, sino enchiquerados en los carros, relinchaban y mordían; los perros, oliendo la proximidad de los indios, ladraban furiosos; todo el campamento, en una palabra, era un hervidero de ruidos y amenazas.

En los brevísimos instantes de silencio oíanse los fatídicos y plañideros gritos de los centinelas indios, que se llamaban con voz nasal, como si ladraran. Hacia media noche, los indígenas intentaron incendiar la estepa; pero las hierbas lozanas de primavera, húmedas, por más que muchos días antes no hubiese caído una gota de agua, no llegaron a arder.

Al amanecer, yendo a inspeccionar los apostaderos, hallé medio de acercarme por un instante