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mismo nivel el agua del pequeño lago, en cuya superficie surgían redondas, formando diminutas cúpulas, las moradas de aquellos industriosos animalitos.

El pie humano, ciertamente, jamás había hollado aquel paraje cubierto de árboles. Apartando cautamente las delgadas ramillas de los sauces, nos asomamos ambos al agua, que era azul y lisa como un espejo. Aun no estaban los castores en su trabajo; la ciudad acuática dormía aún tranquila, y tanta era la quietud que en el lago reinaba, que oía yo la respiración de Liliana, cuya cabecita dorada, asomada junto a la mía por entre el ramaje, rozaba mi frente. Rodeé el talle de mi niña con un brazo, a fin de sostenerla sobre el borde del declive, y pacientemente aguardamos, embriagándonos con lo que nuestros ojos descubrían. Avezado a vivir en los desiertos, amaba a la Naturaleza como a mi misma madre, y, aunque rudamente, sentía que hay en ella una felicidad divina para el mundo.

Era todavía muy temprano; la aurora, apenas nacida, coloreaba de rojo la copa de los corpulentos hickorys; las gotas del rocío resbalaban chorreando por las hojas de los sauces, y todo en derredor volvíase cada vez más luminoso. En la otra orilla, las gallinas silvestres, grises, con el cuello negro y la cabeza empenachada, bebían el agua levantando el pico.

—¡Oh Ralf, y qué bien se está aquí! —cuchicheábame Liliana al oído.