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Y yo estaba imaginando una cabaña en algún paraje apartado, con ella, viviendo una serie interminable de días apacibles, que nos llevarían a los dos suavemente hacia el último reposo, hacia la eternidad. Parecíanos a los dos contribuir a aquella alegría de la Naturaleza con nuestra propia alegría; a aquella quietud, con la quietud nuestra; a aquella aurora, con la aurora de felicidad que irradiaba de nuestras almas.

Mientras tanto, la lisa superficie comenzó a moverse en círculos concéntricos, y salió luego del agua, lentamente, una cabeza de castor, bigotuda, chorreante, coloreada por la luz matutina, y luego otra; y aquellos dos animalitos corrieron hacia el dique, hendiendo el puro cristal de las aguas con sus hociquillos y moviendo los labios. Subidos al malecón y sentados sobre sus patitas traseras, pusiéronse a chillar, y al chillido aquel empezaron a surgir, como por ensalmo, cabezas grandes y chicas, y por todo el lago cundió un gran vocerío. El pequeño ejército parecía al principio divertirse chapuzándose y lanzando extraños gritos de alegría; pero la primera pareja aquella, mirando desde el malecón, dió de repente con las narices un silbido prolongado, y en un santiamén la mitad del ejército estuvo sobre el dique, mientras la otra, dirigiéndose a la orilla, desaparecía bajo las ramas de los sauces, junto a los cuales empezó el agua a borbotar. Un ruido, como si aserraran un árbol, nos dió a entender que aquellos animalitos trabajaban en partir las ramas y la corteza.

Liliana
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