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si tuviera miedo, con el semblante, ora pálido, ora rojo como una amapola. Cogile la mano y la estreché contra mi corazón: también sentía yo en aquel instante como un miedo de mí mismo.

La mañana se iba poniendo calurosísima; caía del cielo sobre la tierra verdadero fuego; no soplaba un hálito de viento; las hojas de los hickorys pendían inmóviles; sólo los picos continuaban escarbando en la corteza de los árboles; pero todo parecía sumido en profundo sueño y aletargado por el calor. Y yo me preguntaba si no habría algún hechizo difundido en el ambiente; pero pensaba luego que Liliana estaba junto a mí y que estábamos solos.

El cansancio la venció por fin, y su respiración se hizo cada vez más breve, más anhelosa, y su rostro, de ordinario pálido, púsose encendido como la grana. Preguntéle si estaba cansada y si deseaba descansar. ¡No, no!, contestó inmediatamente, cual si quisiera inclusive ahuyentar aquella idea; pero a los pocos pasos vaciló, susurrando: —¡No; realmente, no puedo, no puedo más!

Entonces volví a tomarla en brazos, y con aquel dulce peso volví al borde del torrente, donde el ramaje de los sauces, bajando hasta tierra, formaba umbrosos pasadizos. En una de aquellas verdes alcobas, sobre el mullido césped, la coloqué, arrodillándome luego a su lado; pero al contemplarla, el corazón se me encogió: tenía la cara pálida como la cera, y sus ojos, desencajados, me miraban llenos de miedo.