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Mucho tiempo estuvimos Liliana y yo contemplando el alegre tráfago de aquellas bestezuelas, que ni remotamente podían presumir nuestra presencia. Pero de pronto, al querer Liliana cambiar de postura, sacudió impensadamente las ramas, y en un abrir y cerrar de ojos todo desapareció; movióse todavía unos momentos el agua, alisóse luego, y otra vez todo quedó sumido en el mayor silencio, sólo interrumpido por el golpear de los picos sobre la dura corteza de los hickorys.

Entretanto habíase levantado el sol por encima de los árboles y empezaba a caldear la atmósfera.

Como Liliana no estaba cansada, decidimos continuar nuestro paseo costeando el pequeño lago; pero al poco rato otro torrente, que cruzaba el bosque y desembocaba allí, cortó nuestro camino.

Liliana no podía pasarle, y entonces yo, cogióndola en brazos, a pesar de su resistencia, entré en el agua. Era aquél, en verdad, un torrente de tentaciones.

Temía Liliana que me ahogase, y, rodeándome el torso con sus brazos, apretábase a mí con todas sus fuerzas y ocultaba el rostro contra mi hombro, mientras yo, apretando fuertemente mis labios, no cesaba de murmurarle: —¡Liliana, Liliana mía!

Atravesado de este modo el torrente y llegados a la otra orilla, quise llevarla aún más lejos; mas ella desasióse casi con violencia de mis brazos.

Entonces nos sobrecogió a ambos cierta zozobra, y empezó Liliana a mirar en derredor suyo, como