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Fué, en realidad, nuestra salvación. Míster Thorston, jefe del campamento, hombre de esmerada educación, conociendo que no era yo uno de esos brutos que se encuentran de ordinario en las estepas, trabó en seguida amistad conmigo y puso su casita a mi disposición y a la de mi esposa, cuya salud iba empeorando de día en día.

Quise yo que se quedara en cama un par de días, y tan grande era su postración, que durante las primeras veinticuatro horas apenas si abrió los ojos, mientras yo, sentado junto a su lecho y contemplándola sin cesar, velaba para que nadie turbase su sueño. Pasados los dos días, recobró sus perdidas fuerzas y pudo salir; pero le prohibí que ejecutase el menor trabajo.

También mis compañeros durmieron en los primeros días como unos lirones; pero después nos aprestamos a componer y ajustar los carros, a remendar los vestidos y a lavar la ropa blanca.

Aquellos bondadosos cazadores nos ayudaron en todo con la mayor generosidad. La mayor parte de ellos eran del Canadá, y, contratados por una sociedad comercial, pasaban el invierno cazando castores y martas, reuniéndose durante el verano en los llamados summer camps, donde guardaban temporalmente en depósito las pieles, para expedirlas luego, más o menos curtidas, al Oriente con una escolta.

El servicio de aquella gente, contratada por algunos años, era indeciblemente penoso; debían internarse en países muy remotos y vírgenes, don-