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de hallaban en abundancia toda suerte de animales, pero donde debían arrostrar continuamente grandes peligros y sostener cruentas luchas con los pieles rojas. Percibían pingües salarios, por más que la mayor parte de ellos no servían por la ganancia, sino por amor a la vida del desierto y a las aventuras de que tan pródiga es ésta. Eran hombres de fuerza hercúlea y salud a toda prueba, capaces de soportar las mayores fatigas y penalidades. Sus corpulentas siluetas, los sombrerones de pelo con que se tocaban y sus largas carabinas recordaban a mi mujer las novelas de Cooper, que había leído en Boston, y Liliana, con la mayor curiosidad, observaba su campamento todo e inspeccionaba su organización.

La disciplina, que de la mejor buena gana observaban todos, era severísima y rígida como en una orden de caballería, y Thorston, el agente principal de la compañía y jefe al propio tiempo del campamento, ejercía un poder esencialmente militar. Eran todos gente muy honrada, y entre ellos nos encontramos muy bien. También nuestra caravana les gustó a todos ellos mucho, afirmando que nunca habían visto otra tan disciplinada y ordenada. Thorston alabó en presencia de todo el mundo mi plan de viaje por la ruta septentrional, en vez de seguir la que pasa por Saint—Louis y el Kansas, y contó que una caravana compuesta de trescientas personas que había recorrido esta ruta a las órdenes de un tal Marcwood, tras inauditos sufrimientos, ocasionados por el frío y la