poco cultivo de la oratoria académica, que debe á Estrada discursos magistrales.
Hablando de oradores (quizás olvidándome de algunos que han valido en el pasado y pueden valer en el presente) no puedo dejar de recordar un nombre, un nombre glorioso, el del fraile Mamerto Esquiú, que reunió á la oratoria insinuante del maestro que fué su ejemplo, energías de expresión decente que no siempre acostumbran encontrar en el púlpito católico, aquellos sacerdotes que se han formado en las sociedades libres y trabajadas de la América. Fulgura la noble fisonomía del fraile, muerto muy joven, con luces tan radiosas que su tumba es lección, lección tan grande que, por encima de las disidencias dogmáticas, se impone el hombre con su poderío de sencillez, pues todo aquello á que damos nombre de virtud se encontraba reunido en el franciscano, cuyo recuerdo, para las poblaciones del Norte, no puede desprenderse de los velos piadosos y de los aumentos á que los tiene ya sometidos la leyenda, que no es, en el fondo, sino abultamiento de cosas que tuvieron existencia de realidad.