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dores de diarios. En esa ocupación se mezclan con otros muchachos mayores que les enseñan pillerías y a veces malas costumbres.

Alicia. —Son generalmente rateros.

Horacio. — Y juegan a los cobres.

Lía. — Dicen palabras muy feas.

Jorge. — No respetan a los mayores.

Sta. Raquel. — Hay excepciones, y con una de ellas he tenido el placer de tropezar hoy.

Venía yo de prise para la escuela, cuando oí que alguien silbaba tras de mí, como con intención de molestarme. Dime vuelta y me encontré con un niño como de diez años, pobremente vestido, que pertenecía, por su aspecto, a la clase de los pilletes callejeros.

Seguí andando y tras de mí el chico, que silbaba siempre, y al que concluí por no hacer caso.

Al doblar una esquina parecióme que alguien me llamaba diciendo: «¡Señorita! ¡eh! ¡señorita!» Vol- víme y vi que el chico corría hacia mí. «Vea, — me dijo, —esto se le ha caído»; y me alargó la labor de Celia, que había llevado a casa para mostrar- la a una amiguita. Como ustedes saben, Celia está haciendo una chaqueta de lana para su hermano, y, al recibirla de manos del niño, pensé cuán bien le habría venido a él en estos fríos días de invierno.