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Señorita Raquel (entrando). — Buenos días, niños. ¿Qué pasa? ¿Qué hacen ahí?

Luisa. —¡Ah! señorita, ¡qué susto nos hemos dado! Encontramos a nuestros pececitos como muertos entre las plantas; pero felizmente ahora empiezan a revivir.

Carmen. — ¿Qué sería? señorita.

Sta. Raquel. — Ante todo diganme dónde dejaron ayer la pecera.

Juan. — En aquel rincón.

Sta. Raquel. — El más obscuro de la clase.

Juan. — De todos modos a los peces les hace poca impresión la luz. Si se hubiera tratado del canario. ..

Sta. Raquel. — Te parece que no les hace efecto la luz; y sin embargo la obscuridad ha sido la causa de que estuvieran a punto de morir.

Alfredo. — ¿Es posible, señorita? ¿Los peces ne- cesitan luz? ¿Acaso se morían de tristeza?

Sta. Raquel. — No precisamente de tristeza; se morían por asfizia. ¿Se acuerdan ustedes lo que dijimos un día del gas carbónico?

Luis. — Sí; es un gas nocivo que se desprende del carbón y de las substancias en descompo-, sición.

Sta. Raquel. — Ese gas lo despiden también las