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Descubierto así el nacimiento del arroyo, resolvió seguirlo en todo su curso, para ver dónde terminaba. Regresó, pues, al punto de partida, costeando siempre el arroyo y sor- prendióse un tanto al observar que a medida que avanzaba la corriente era menos considerable. Frente a la plaza había una casaquinta que carecía de vereda y cuyo piso estaba a nivel de la calíada. Miguelito se detuvo allí, porque su arroyo ya no era tal, o, para decirlo más exac- tamente, se había dividido en tres, separados entre sí por montoncitos de barro y piedrecitas. Lo que ocurría es que siendo ahí plano el suelo, el arroyo no podía correr como en las calles pavimentadas y con declive del centro hacia los lados. Así, pues, el agua que venía corriendo con fuerza, se encontraba de pronto como detenida, moderaba su marcha, y las piedras y tierra que arrastraba, no siendo ya empujadas por la corriente, se amontonaban en distin- tos puntos. Miguel observó que a cada momento nuevas piedrecitas venían a detenerse y que el agua se deslizaba perezosamente por donde encontraba algún espacio libre, para ir a caer, algo más lejos, a una canaleta donde volvía a correr con fuerza.

Quién sabe cuántas otras cosas más hubiera observado Miguel, si en ese momento no hubiera oído la voz de su hermano Francisco, que desde la esquina lo llamaba advir- tiéndole que el té estaba servido.

Acudió al llamado, pero no quiso que sus descubrimien- tos quedaran perdidos; esa misma noche escribió en su cuaderno del colegio el resultado de sus observaciones, que presento a ustedes sin quitarles ni ponerles nada.