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¿Viven ustedes en algún pueblo de campaña? Si es así, ocioso sería pintarles las tranquilas noches en que la luna, cual un gran foco, ilumina el campo; o el silencio de las horas de la siesta, interrumpido apenas por el monótono chirrido de las chicharras, o las horas aún más gratas del amanecer, cuando la hierba aparece salpicada de menudas gotas de rocío y el cielo de rosadas nubes, tras las cuales asoma el sol de un nuevo día. ¿No es cierto que recuerdan con júbilo los paseítos a caballo a campo abierto, las pescas en el arroyo o laguna próxima, las excursiones de las que regresan cargados de flores silvestres de exquisita fragancia, las visitas al corral donde se crían los pollitos, los conejos y los graciosos patitos, o al establo a la hora de ordeñar las vacas? ¿Verdad que se les hace agua la boca, pensando en la época en que maduran las guindas, los higos y los aterciopelados duraznos? Ya lo creo, y ¡con razón!

Los niños que viven en las ciudades, si bien no disfru- tan a menudo de esos placeres, suelen gozarlos inmensa- mente cuando salen al campo por breves horas o largas temporadas; y como a unos y otros les gusta cuanto se refiere a la naturaleza y sus bellos panoramas, conversa- remos un rato de esto.

Andrecito vive en el Bragado, pueblo situado en la parte noroeste de la provincia de Buenos Aires, y me cuenta que es un campo muy grande, muy grande, cuyas casas están rodeadas de huertas, jardines y alfalfares, y por lo tanto separadas unas de otras, de modo que se las puede ver claramente a la distancia, lo mismo que a los ginetes, a los árboles y al ferrocarril, que pasa a muchas cuadras