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— Te lo devolveré después. Juguemos primero.

— Aunque siento no acceder a tu deseo, como debe ha- cerlo todo buen camarada, hoy no estoy dispuesto a ello. Me irrita que quieras obligarme, apoderándote de un ob- jeto que me pertenece y negándote a devolvérmelo.

— Pues no lo tendrás.

— Bien podría quitártelo, pues no me faltan fuerzas para eso; pero...

A cesta altura del diálogo estaban Manuel y Pedro, com- pañeros de escuela, como ustedes habrán podido adivinar, cuando oyeron pasos y se volvieron vivamente para ver quién se aproximaba.

— ¡El maestro! — dijeron ambos a la vez, pero no con el mismo tono por cierto.

En la exclamación de Manuel había la natural confu- sión del que tiene conciencia de no haber procedido bien y se ve sorprendido en falta por alguien a quien ama y respeta mucho. En la de Pedrito, en cambio, se notaba la alegría del que ve llegar un auxilio oportuno que no ereía tan próximo.

El maestro miró a ambos niños sin enojo alguno al parecer, antes bien sonrióles como de costumbre, y no parecía que fuera a tomar parte en la discusión. Sin em- bargo, Manuel, bajando la vista, como si hubiera recibi- do un reproche de su maestro, acercóse a Pedro y con cierta timidez le alargó el libro que contra la voluntad de éste había retenido hasta entonces.

Apresuróse Pedro a tomarlo; y el maestro, dando a Manuelito una palmada en el hombro, dijo: