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— 254 — mento después, el capataz anunciaba con un prolongado silbido que la hora de “partir había llegado. Subieron las señoras a las carretas, en cuyo interior había unas cuantas sillitas de vaqueta. Los hombres, como buenos criollos, montamos nuestros caballos. Los picadores, de pie en el pértigo, empuñaron la larga picana y... a un último silbido del capat:z, los pesados vehículos echaron


Atravesando un arroyo.

a andar con ese su monótono y peculiar chirrido, que debía acompañarnos durante todo el viaje...

«Muchas veces detuve mi caballo para contemplar el pueblo, que poco a poco hundíase allá en el horizonte. Dos horas invirtieron las carretas en cruzar el Manantial, arroyo poco ancho pero muy encajonado. Luego, de largo en largo trecho, veíase uno que otro rancho, hasta que por fin el desierto nos rodeó por completo. Ya estaba sepa- rado de los míos y ¡quién sabe por cuánto tiempo! »