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«Mis padres, tucumanos como yo, — continuó mi abue- lo, — determinaron enviarme a Buenos Aires para prose- guir y completar mi educación.

«El día de mi partida amaneció hermosísimo, y, lo que raras veces acontece, tras la boscosa sierra de San Javier * erguíase, libre de nubes que la ocultaran, la majestuosa cima del Aconquija, cubierta con su eterno manto de nicve, en la que el sol naciente reflejaba sus rayos, tiñén- dola de un hermoso color rosado.

«No puedo explicarte la pena que experimentaba al tener que abandonar aquel rincón donde había nacido, aquella casa querida donde quedaban mis buenos padres. Todo, todo, personas y cosas, parecíanme más bellas ese día; hasta los azahares que salpicaban de blancas es- trellitas los naranjos de nuestra huerta, en la que tan- tas veces había yo jugado, me parecía que despedían más fragancia.

«Despachado mi equipaje, que lo constituían dos pela- quilas (una conteniendo mis ropas, y la otra repleta de quesitos de Tafí, tamales, empanadas, rosquilas, alfeñiques, chancacas y tabletas, todo preparado por las cariñosas ma- nos de mamá), llegó el momento de la partida. Mi fa- milia y muchos amigos me acompañaron hasta la plaza mayor, punto dé donde partían las carretas que conducían pasajeros y en una de las cuales debía ir yo...

«Allí estaban cuatro de esas toscas pero sólidas carretas, a las que los boyeros acababan de uncir las últimas yuntas de bueyes.

«Dieron las ocho en el reloj del Cabildo y, por fin, mo-