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nudo le recetaban bebidas muy amargas que debía tomar varias veces en el día. ¿Qué irían a hacer con ella ahora, en ese inmenso hospital donde siempre se sentía fuerte olor de drogas y donde había tantos médicos de cara seria y muchas enfermeras de delantal blanco? ¡Pobre Chichí! ¡Con qué desconsuelo lloraba, hundiéndose los puñitos en sus lindos ojos azules que se ponían rojos; y con qué desesperación llamaba en medio de sus sollozos: «¡mamá! ¡mamá!» La enfermera trataba de consolarla hablándola cariñosamente, pero Chichí no quería ser razonable, y aca- bó por pegarla para escapar de sus brazos.

Pero todo fué inútil; la enfermita quedó en el hospital. La acostaron en una cama, en un gran salón donde había muchos otros niños que no lloraban y se estaban quiete- citos. Chichí tuvo vergiienza de ser la única que llorara, y calló; pero no por eso quedó más conforme. Se metió ba- jo las cobijas, ocultando su carita con el brazo hecho un arco y no quiso saber nada de nadie. En vano la enfermera y el practicante la hablaban, preguntándole qué le dolía; en vano le ofrecieron una bebida y hasta pastillas dulces. Chichí meneaba su rubia cabecita dando a entender que nada quería, pero sin pronunciar palabra.

Al fin el practicante, después de examinarla muy lige- ramente, pues la rebelde chiquilla no permitía siquiera que le tomaran el pulso, volvióse a la enfermera y le dijo: «Dejémosla; cuando venga el doctor la examinará como

se debe.» Y se retiraron.

«La examinará como se debe», quedó repitiendo la enfermita. ¿Qué habían querido decir con eso? ¿La ha-