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— 333 — de las que Irene sacaba cuidadosamente los objetos, elo- giándolos como si los viera por primera vez en su vida.

No queriendo desempeñar menos bien su cargo, Arturo sacó entonces un papel del bolsillo y después de mirarlo, dijo a Irene con el aire más serio del mundo:

— Señora, debo manifestarle que los derechos de im- portación sobre los artículos de modas han aumentado. Por estos cuatro bultos he pagado ochenta pesos.

— ¡Ochenta pesos! — exclamó Irene muy asombrada.

— Eso es demasiado.

— De veras que lo es — respondió Arturo; — pero usted sabe que ninguna mercadería entra al país sin pagar su correspondiente derecho; y como es natural, a los artículos de lujo debe imponerse un derecho mayor que a los de pri- mera necesidad. Sería injusto que pagaran lo mismo los fideos que los sombreros, o un traje de percal que otro de seda o terciopelo.

—Se entiende: los fideos son indispensables; pero los trajes lo son también.

— Sí, pero no los de lujo.

— Tiene razón — concluyó Irene. — Lo que tendré que hacer es cobrar un poco más por estos artículos, y así el que los compre pagará el derecho en el precio.

— Eso es, y puede estar segura de que sus clientes se lo pagarán con gusto, pues obtendrán artículos extranjeros legítimos que no en todas las casas de modas se les en- cuentra.

— Queridos míos —les dijo la tía Elena, entrando en aquel momento, — no podrían ustedes jugar a ese entre-