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Horacio Quiroga
 

Y me llamó por segunda vez. Y luego, después de una pausa larga:

—¡Horacio!

¡Maldición!... ¿Qué tenía que ver mi nombre con esto? ¿Con qué derecho me llamaba por el nombre, él que a pesar de su infamia torturante no entraba porque tenía miedo! «Sabe que lo pienso en este momento, está convençido de ello, pero ya tiene el delirio y no va a entrar!» Y no entró. Quedó un instante más sin moverse del umbral y se volvió al zaguán. Rúpidamente dejé la mesa, acerquéme en puntas de pie a la puerta y asomé la cabeza. «Sabe que voy a hacer esto». Siguió sin embargo con paso tranquilo y desapareció.

A raíz de lo que me acababa de pasar, aprecié en todo su valor el esfuerzu sobrehumano que suponía en el perseguido no haberse dado vuelta, sabiendo que tras sus espaldas yo lo devoraba con los ojos.

Una semana más tarde recibía esta carta:

Mi estimado Quiroga:

Hace cuatra días que no salgo, con un fuerte resfrio. Si no teme el contagio, me daría un gran gusto viniendo a charlar un rato conmigo.

Suyo affmo.

L. Diaz Vélez.