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Horacio Quiroga
 

—Mi tía.

Cuando se retiró:

—Creí que vivía solo—le dije.

— Antes, sí; pero desde hace dos meses vivo con ella.

Arrime el sillón.

Ahora bien, desde que lo ví confirméme en lo que ya habíamos previsto con el otro: no tenía absolutamente ningún refrio.

—¿Bronquitis?...

—Si, cualquier cosa de esas..

Observé rápidamente en torno. La pieza se parecía a to las como un cuarto blanqueado a otro. También él tenia gas incandescente. Miré con curiosidad el pico, pero el suyo silbaba, siendo así que el mio explotaba. Por lo demás, bello silencio en la casa.

Cuando bajé los ojos a él, me miraba. Hacia seguramente cinco segundos que me estaba mirando. Detuve inmóvil mi vista en la suya y desde la raiz de la médula me subió un tentacular escalofrío: ¡Pero ya estaba loco! ¡El perseguido vivia ya por su cuenta a flor de ojo! ¡En su mirada no había nada, nada fuera de su fijeza asesina!

—Va a saltar—me dije angustiado. Pero la obstinación cesó de pronto, y tras una rápida ojeada al techo Díaz recobró su expresión habituai. Miróme sonriendo y bajó la vista.

—¿Por qué no me respondió la atra noche en su cuarto? rompió.

—No sé...

—¿Cree que no entré de miedo?

—Algo de eso...

—¿Pero cree que no estoy enfermo?

—No... ¿Por qué?

Levantó el brazo y lo dejó caer perezosamente sobre la colcha.